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lunes, 10 de marzo de 2025

Desayuno con diamantes

 


Richard Sheperd y Martin Jurow, productores de la Paramount, compraron los derechos de la novela Desayuno con diamantes (Breakfast at 'Tiffany's), de Truman Capote, publicada en 1958. Contrataron a Summer Scott Elliot para que desarrollara un guion, pero no les convenció, aunque fuera bastante fiel a la novela. Más bien quería que se desmarcara y es lo que hizo George Axelrod. Paul, el narrador, gay, vecino de la protagonista, Holly, fue convertido en heterosexual recién llegado como nuevo vecino, y se potenció la vertiente de comedia romántica, añadiéndose nuevas situaciones, como la larga secuencia de la fiesta en el piso de Holly o la compra que realizan Paul y Holly en la joyería Tiffany, como se varió el final, acorde a esa reconfigurada relación romántica que no acababa de materializarse por las reticencias de Holly. En el libro ella se marcha, y será él quien encuentre el gato. Por añadidura, se dio más presencia al personaje del vecino japonés, Mr Yunioshi, quien en la novela tenía escasa presencia en los primeros pasajes, pero que en la película es ampliada, como recurso cómico. Años después suscitaría controversia porque se consideraba ofensivo el tratamiento caricaturesco, por la caracterización de un actor, además, no oriental, Mickey Rooney (y ciertamente, más allá de que pueda resultar ofensivo o no, es quizá el aspecto que más desentona en la narración, cual estridencia). Aunque Axelrod había ampliado la presencia del personaje, al tomar consciencia del tratamiento cómico que Edwards iba a plantear, se esforzó en que fueran reducidas sus intervenciones, buscando incluso la colaboración de Hepburn, pero Edwards impuso su criterio (del que se arrepentiría décadas después). Hepburn sí fue decisiva en el cambio del director. Quería que fuera un cineasta de más prestigioso perfil, y no consideraba que John Frankenheimer, realizador de solo una película, Un joven extraño (1957), se ajustara a esa condición, pese a que ya había trabajado con Axelrod durante tres semanas en el guion. Tampoco fue ella la primera opción para Holly. Capote quería a Marilyn Monroe, pero esta prefirió rodar Vidas rebeldes (1961), de John Huston. Shirley MacLaine también prefirió otro proyecto, Dos amores (1961), de Charles Walters, y Kim Novak también rechazó la propuesta. Audrey Hepburn aceptó aunque no estaba segura de que fuera la indicada ya que consideraba que ella y personaje eran muy diferentes. Desde luego, no se puede negar que buena parte del encanto de Desayuno con diamantes proviene de la excepcional creación de Audrey Hepburn, con esa gracia sin par que poseía, y esa capacidad de saber transmitir emociones subyacentes más frágiles bajo su desparpajo aparente. En cuanto al protagonista masculino, antes de que aceptara George Peppard, fue ofrecido a Steve Mcqueen que no aceptó porque estaba bajo contrato con United Artists, Jack Lemmon, que no estaba disponible, y Robert Wagner. Por otra parte, la exitosa, y hermosa, canción Moon river estuvo a punto de ser desechada porque a Martin Rankin, presidente de la Paramount, no le convencía y abogaba por ser reemplazada por otra canción y otra cantante, a lo que se opusieron, con éxito, Jurow y Sheperd.

John Frankenheimer quería rodarla en blanco y negro, y probablemente su planteamiento hubiera estado más cerca del triste sabor a realidad de la excelente Cualquier día en cualquier esquina (1961), de Robert Wise, otra historia de amor urbana, aunque truncada, entre los personajes encarnados por Robert Mitchum y Shirley MacLaine. Hubiera resultado interesante comprobar cómo hubiera sido esa otra película. La película sí realizada por Blake Edwards, de título Desayuno con diamantes (Breakfast at Tiffany's,1961), es una notable obra, aunque no la situaría entre las más destacadas películas de Edwards, a mi parecer, El guateque (1967), su obra maestra, Chantaje contra una mujer (1962), Operación Pacífico (1959) y Víctor o Victoria (1982). De todas maneras, tras las apariencias de vivaces colores (gracias a una magnífica dirección de fotografía de Franz F. Planer) de una sofisticada comedia romántica que es Desayuno con diamante, como el escaparate de la joyería Tiffanys que admira Holly (Audrey Hepburn) en la secuencia introductoria (tampoco presente en la novela), late como un dolor sordo una melancolía, una sensación de orfandad, como esas calles desiertas en las que se desplaza Holly, cual espectro de aristócrata presencia, en esa secuencia inicial (en la que es encuadrada desde fuera, mientras observa el contenido del escaparate, pero también desde dentro, como si fuera ella la que viviera en un escaparate, y de algún modo es así). Poco tiene que ver con la realidad, o no es más que una fuga para no asumirla, ya que vive en una constante precariedad que intenta neutralizar con el suministro monetario de quienes seduce con su encanto y presencia (aunque luego tenga que eludirles como pueda cuando ellos intentan que les devuelva el favor con permisividad carnal), como oculta un pasado poco distinguido, y sí más prosaico, en entorno rural. Es una ilusión, y ella utiliza esa sugestión para su beneficio. Para conseguir ser una mujer mantenida por un acaudalado hombre que disponga además del suficiente atractivo (para que no tenga que dribarle cuando se ponga exigente con sus demandas de intercambio).


Al fin y al cabo, Holly es como una niña grande que solo quiere jugar, y no crecer, entre lujos, a diferencia de aquella chica en una modesta granja entorno rural que se casó con catorce años con Doc (Buddy Ebsen) un hombre que tenía ya cuatro hijos, y que reaparece para intentar recuperarla porque aún la ama, en las que probablemente sean las más potentes secuencias de la película. Es la aparición de Doc, irrupción en esa vida irresponsable y de ambientes de trivial sofisticación, la que rasga esas risueñas apariencias. La realidad empieza a asomar con sus grises rasgones, y empezamos a ver, como el escritor Paul (George Peppard), que Holly y la realidad no es sólo lo que parece. Paul, que no lograba publicar nada desde hacia cuatro años, es también un mantenido, por una mujer, Emily (Patricia Neal), personaje también inexistente en la novela. Pero mientras que él, por lo que siente por Holly, decide desligarse de ese apoyo pragmático, de esa comodidad, para que Holly se quite ese antifaz metafórico que la protege de una vulnerabilidad que es desamparo, y que no quiere asumir, debe afrontar que todos en el fondo somos como gatos perdidos bajo la lluvia que necesitamos del abrazo que nos haga sentir un calidez real que no tiene que ver con exorcismos de apariencias de cuentos de hadas, como su obcecación en casarse con el acaudalado Silva (Villalonga), brasileño que dice olé mientras porta unas banderillas de torero. Tomará consciencia de que no hay que desaprovechar la oportunidad cuando encuentras otro gato que quiere compartir tu vulnerabilidad y precariedad, como es el caso de Paul. La cámara les encuadra en picado en tres sucesivos planos, cada más lejanos, en ese callejón, abrazados, con el gato en medio de ambos, bajo lluvia. El abrazo de la plenitud en la precariedad.

sábado, 8 de marzo de 2025

Mis textos en Dirigido por nº Marzo 2025

En Dirigido por nº de Marzo 2025 se publican mis textos sobre A complete unknown, de James Mangold, Misericordia, de Alain Guiraudie, Wolfgang, de Javier Ruiz Caldera y la serie Monseiur Spade, de Scott Frank
 

viernes, 7 de marzo de 2025

El olor de la papaya verde

 

'Si existiera un verbo que expresara la idea “moverse armoniosamente”, debería aplicarse aquí'. Estas palabras, dichas por Mui (Tran Nun Yen-Khe) en los planos finales de la coproducción franco-vietnamita El olor de la papaya verde ((L'odeur de la papaya verte, 1993), de Tran Anh Hung, condensan el logro de esta prodigiosa obra, hacer del habitar el tiempo conciliación con lo efímero y fluir armónico. Es una película que se desplaza, fluye, narrativamente de modo armonioso. El logro de la forma, el cerezo, que en el budismo representa la belleza de lo efímero, la conjugación en lo transitorio de la desaparición y del florecimiento, y la forma lograda es la celebración de lo segundo junto a la serena asunción de lo primero. Las vibraciones profundas se palpan en la serena superficie. Esta obra es pura musicalidad, es un trabajo sobre la duración, el tempo, el que la vertebra, a través de delicados movimientos de cámara conjugados con una narración elíptica, y acciones, gestos y miradas, pero también sonidos, no sólo la bella partitura musical (de Ton-That Tiet), sino que parte de ésta son los sonidos, los de la naturaleza (grillos, ranas o pájaros) o el de los instrumentos domésticos. Estructurada su narración en dos tiempos, separados por diez años, en el primer tramo, que acaece en 1951, se introduce con la llegada de una niña de diez años, Mui (Lu Mun san), para ayudar en las tareas domésticas. Su relación con el entorno es de armonía y asombro: cómo observa a las hormigas, los grillos o los lagartos, a diferencia de los dos hijos pequeños de la casa, que torturan a los animales, uno tirando cera sobre las hormigas y el otro ahorcando a un lagarto.

La armonía no habita en el hogar: El padre, en estos últimos años, ha tendido a coger el dinero ahorrado y desaparecer durante días; por otro lado, en una de sus ausencias, la hija falleció de una enfermedad: la madre ve en Mui a aquella que pudo haber sido su hija (bello el momento en que la mira con expresión apesadumbrada como si mirara al fantasma de su hija a la vez consciente de que no lo es ni ha podido ser). Mui es curiosa también con respecto a los otros, lo que emana de sus objetos, las fotografías, una cajita ( a diferencia del hijo pequeño que orina dentro de un jarrón en su presencia mientras ella mira la cajita). Mientras los hijos crecen ensimismados en su frustración y despecho, transfiriendo al mundo el dolor de sentirse desatendidos por su padre (al que no se nos ha presentado tocando música; como quien no está ahí sino en otra parte, insatisfecho con su vida), Mui pregunta sobre los otros. Bello es cómo se planifica el momento en el que la sirvienta le relata a Mui, por la noche, ambas en sus camas, la historia de la muerte de la niña. Hung intercala dilatados planos de ropa tendida ( el cuerpo ausente) y el movimiento de las ramas de los árboles ( lo transitorio). Hung trabaja con exquisitez la fragmentación en la planificación así como la composición dentro del plano: Cuando el hijo mayor sale corriendo de la mesa, tras preguntar cuándo vuelve su padre, la madre entra en su habitación, encuadrada a través de la ventana; el siguiente plano nos muestra, encuadrados desde el interior, a ambos sentados contra la pared con la cabeza gacha; un tercer plano muestra el brazo del hijo que se extiende para acariciar el pie de su madre. Exquisito.


Hung también trabaja, de modo admirable, el plano largo, como cuando Mui se dirige, con la bandeja de la cena, a la mesa donde está el amigo del hijo mayor, del que se siente atraída. Su rostro cuando se vuelve, tras haberle visto en primer plano, rebosa júbilo. Hung asocia este estado, en una feliz asociación de montaje, con el relato, en el plano siguiente, del anciano hombre que en los previos días se acercaba a la casa para preguntar por la abuela, recluida en el piso superior desde la muerte de su marido. El anciano le relata cómo se declaró a ella tras que muriera, pero fue rechazado. Desde entonces, se ha dedicado, aunque ella se haya mudado de casa o población, a seguirla, porque su felicidad es poder ser aún admirado testigo de ella, preocupado siempre por su bienestar. Tras pedirle a Mui que la convenza de que algún día salga de su reclusión y baje al jardín para poder verla, Mui le dice que por qué no sube a verla. El anciano lo hace, y su rostro rebosa ese mismo júbilo que Mui tras ver a su amado. Bellísimo. El segundo tramo, ya Mui con veinte años, nos relata cómo ahora es sirvienta precisamente de su amado, ahora pianista. Exquisito el modo en que parece extraer aliento de los objetos no sólo relacionados con él sino con la que es su novia ( Mui probándose sus zapatos) que me evocaba, y con casi misma envergadura lírica, a la relación idealizada y fetichista del personaje de Joan Fontaine con respecto al vecino, también pianista, en la sublime Carta de una desconocida (1948), de Max Ophuls. La diferencia es que aquí sí acontece la realización del logro, la flor del cerezo del amor. Tran Anh Hung, cineasta vietnamita que se trasladó a Francia con doce años, refrendaría su singular talento con sus posteriores obras, I come with the rain (2009), Eternidad (2016), El sabor de las cosas (2023) y, sobre todo, las también magníficas Cyclo (1995), Pleno verano (2000) y Tokio blues (2010).

miércoles, 5 de marzo de 2025

El increíble hombre menguante

 

Ese singular fenómeno que llamamos vida está definido por cómo nos relacionamos con ella. Sobre unas medidas y proporciones que adquieren los rasgos del hábito y la adaptación (después viene la mecánica inercia). Quien se interroga quiebra los engranajes, pierde el paso o impulsa otro tipo de paso (reconfigura la relación con la realidad). Pero ¿y si un fenómeno fuera de lo corriente te precipita en una situación fuera de toda medida o proporción de relación con la realidad? Miras de frente y ves una nube que se aproxima, y la pantalla de la realidad se modifica, y puede ser el rostro de un gato o los rasgos de una araña. Quizás sientas que ya la carencia de límites, pues sobre límites instituidos configuramos nuestra relación con la realidad, es una prisión. ¿Cuáles son los barrotes de nuestra celda, los límites que imponemos o la mutabilidad de la relación con el entorno, la pérdida de centro? Es lo que le sucede a Scott (Grant Williams), quien descubre que está menguando, en El increíble hombre menguante (The incredible shrinking man, 1957), de Jack Arnold, con guion de Richard Matheson, que publico la novela cuando la producción de la película llevaba en marcha ya dos meses. Aunque consta solo como guionista Matheson, el productor Albert Zugsmith pasó el guion a Richard Alan Simmons, quien, fundamentalmente, varió la estructura, convirti3ndo en desarrollo lineal una alternancia de tiempos, que es la construcción narrativa de la novela. En el primer capítulo de esta se presenta, brevemente, cómo la nube impregna con radiación a Scott: secuencia más desarrollada en la película, con planteamiento de comedia, ya que Scott intenta convencer a su esposa, Louise (Randy Carey), tumbada junto a él sobre el bote, para que le traiga una cerveza, a lo que ella resiste, un pulso que concluye con él prometiendo que se encargará de preparar la cena si ella trae las cervezas (la realidad no se amolda a la voluntad, implica negociación con las otras voluntades). En el segundo, se presenta una circunstancia de tensión, la colisión de voluntades, en la que no es posible la negociación, entre Scott, ya diminuto, en el sótano, con la araña. 

La narración de la novela combina la evolución del enfrentamiento de Scott con esa araña con el progreso de la reducción de tamaño de Scott. Varios de esos percances son eliminados en la película, caso de la paliza que recibe de otros niños, la última relación sexual que mantiene con su esposa con la desesperación que conlleva la consciencia de que no será factible a medida que mengue, la obsesión de Scott con la cuidadora de su hija (personaje que también desaparece en la película), a la que observa, furtivamente, desnuda, como varía la relación con Clarice (April Kent), la enana que trabaja en el circo (ya que en la novela es la posibilidad de mantener una relación afectiva o sexual que ya no puede, por tamaño, con su esposa). Eliminaciones comprensibles, dada la relevancia del aspecto sexual, ya que no podía ser explicito o visible de ese modo en el cine de esa década. Hay interesantes variaciones: en la novela, la irrupción del gato meramente dejaba abierta la puerta, y Scott quedaba fuera, en la nieve, hasta que conseguía entrar por la ventana rota del sótano; en la película, se crea una secuencia más tensa: al huir del gato, que le ataca en su casa de juguete, cae por las escaleras del sótano: por lo tanto, se acentúa la condición desacogedora de la realidad, la conversión en amenaza de lo que era afecto. Y también afortunados añadidos en la película en relación con sus avatares en el sótano, caso del queso que intenta alcanzar en la ratonera sin que esta le atrape, la inundación del sótano cuando el calentador se estropea o el listón que usa para cruzar como puente y del que logra saltar antes de que se precipite en el vacío. En principio, Arnold quería como protagonista a Dan O'Herlihy, que acababa de disfrutar del éxito con Robinson Crusoe (1954), de Luís Buñuel, pero el actor irlandés no quería volver a interpretar a otro hombre aislado, aunque no fuera en una isla sino en un sótano. El elegido sería Gran Williams, que ya había tenido papeles secundarios, como villano, en obras previas de Arnold, Red sundown (1956) y Outside the law (1956)


En la narración de la película, Scott percibe prontamente que la ropa le viene grande. La relación de adaptación a la realidad se realiza sobre ajustes, cómo (te) vistes la realidad, las medidas son las adecuadas, todo funciona en su adecuada proporción. Si hay desajuste, la relación entre el yo y la realidad se desestabiliza. La desestabilización pudiera posibilitar la modificación de percibir y habitar la realidad. Cuando los médicos informan a Scott de que su anómala degeneración, su mengua, fruto de una aleatoria combinación de radiación y sustancia fumigadora, parece irremisible, su esposa, Clarice, le dice que le apoyará en todo momento sea cual sea la derivación de su degeneración, encuentren o no una cura. La sonrisa confortadora se demuda cuando a Scott, en ese instante, se le cae el anillo de casados. La voluntad se ve demolida por la ineluctabilidad de una certeza. La firmeza de los sentimientos se ve derrumbada por la impotencia, por la desesperación que irá transfigurando la forma de relacionarse con quien ama como se acrecienta progresivamente el desajuste de proporciones entre los dos que se aman. Uno y otra ya habitan la realidad de un modo diferente, desde perspectivas que cada vez divergen más. Scott siente que se aleja, que se reduce su posibilidad de relación con el entorno. Se ve como un adulto con estatura de niño, o desde otra perspectiva, como un enano en un mundo de gigantes. Es una anomalía, un monstruo, una atracción de feria. Su último reducto de relación con quienes le rodean es una enana, Clarice. Pero también es un equilibrio pasajero, porque, pese a que pensaba que gracias a un antídoto no se reduciría más su estatura, si en principio era unos centímetros más alto, pasado el tiempo, constatará que es más bajo que ella, por lo que resulta ineluctable que seguirá menguando y que tampoco será factible una duradera relación, en unos parejos términos, por tanto equilibrada, con ella.

La distancia define progresivamente su vida, con respecto a la realidad que consideraba familiar, con la que se reconocía, en la que se sentía pieza entra otras piezas de un engranaje que transmitía ilusión de certeza, previsión y familiaridad. La alteración de relación con la realidad se radicaliza. La normalidad se ve transgredida. Ya no se habita el mundo como la realidad consensuada por aquellos que se sienten integrados, normales, sino que es un Otro. La relación con otras criaturas se modifica. Su gato ya no es alguien a quien arrulla antes de dormir sino una amenaza que quiere devorarle, como una aleatoria encarnación del destino que se descubre ahora caprichoso. O debe enfrentarse con una araña por el dominio de su propia realidad. El sótano de la casa se convierte en escenario transfigurado, inhóspito, en el que debe extremar sus reflejos de supervivencia para no desaparecer de una existencia en la que ha empezado a ser invisible. En una realidad modificada, por variación de proporciones. Una caja de cerillas puede ser el compartimento en el que poder refugiarse para dormir, un lápiz ser el objeto sobre el que sostenerse cuando le arrastran las aguas hacia el colector, una aguja la espada con la que combatir a la araña, un hilo la cuerda con la que ascender por un cajón, unas tijeras el lastre con el que intentar arrastrar a la araña al vacío tras clavarle una aguja que ha convertido en garfio al que va atado un hilo que une a las tijeras. Pero Scott, pese a su victoria con la araña, decrece, y decrece, hacia el infinito, sin límites. Ese escenario (de realidad) en el que lo ínfimo y lo infinito convergen. Es nada y es otra cosa, y tiene que buscar cómo sentirse algo. Y eso conlleva una relación con la realidad, con la vida, que implica modificación de adaptación continúa para sobrevivir. Porque la realidad ya es un espacio hostil de modo extremo. Ya no podrá encontrar la placidez de la inercia establecida en la adaptación definida por un ajuste invariable a unas medidas y proporciones. Su relación con la realidad ya no dejará de alterarse a medida que siga menguando. Y así será hasta el infinito, hasta que un día desaparezca cuando quizá se enfrente a una bacteria. Pero mientras, en el proceso de flexible asunción de la naturaleza cambiante de su relación con el entorno y la permanente y sucesiva modificación en abismo de la adaptación a la realidad, Scott ha encontrado cómo sentirse algo, alguien, infinitesimal e infinito a un mismo tiempo, en el hecho de luchar por su propia vida, por su propia existencia, da igual la medida o proporción en la que se relacione con la realidad.

lunes, 3 de marzo de 2025

The visitor

 

Hay quien ya vive, aunque su vida sea estable, y parezca varada en su inercia, como si estuviera de visita en el mundo, como si todo le fuera ajeno, y su vida se hubiera detenido tiempo atrás. En cambio, hay quien vive como si estuviera de visita, porque vive en precario, ya que las condiciones de este mundo de rígidas aduanas no le permiten encontrar ese lugar permanente, estable, al que aspira. Walter (Richard Jenkins), protagonista de The visitor (2007), la segunda película de Tom McCarthy, tras la también notable The station agent (2005), se ajusta al primer caso, y tomará consciencia de la sangrante realidad del segundo a través de Tarek (Haaz Sleiman), un sirio emigrante sin papeles. La música es el cordón que les unirá, y el hilo conductor que define el trayecto vital de transformación que realiza Walter. En las primeras escenas se le presenta a Walter recibiendo unas clases de piano, para lo que no parece muy dotado. El motivo de por qué toma esas clases, que comunica a su profesora que no quiere seguir recibiendo, lo descubrimos poco después. Es como un infructuoso intento de conexión con lo que ya es irremisible ausencia. Su esposa, fallecida hace unos años, era concertista de piano. Walter vive del recuerdo. Intenta compensar un vacío con unas notas de música que puedan hacerle sentir que ella está presente de algún modo, pero sus manos no son las de ella, ni lo que él consiga con su música lo que ella lograba. Le domina la música de la pesadumbre, la pesadumbre de una ausencia que se ha convertido en peso, lastre que le impide propulsar de nuevo su presente. Nada le entusiasma, ni las clases que imparte de economía, ni los libros en los que ya colabora sólo poniendo su nombre. Su misma dedicación como profesor es una mera inercia como quien vive con el piloto puesto y funciona ya por trámites.

El azar le enfrentará a la intrahistoria de la economía, le confrontará con aquellos que sufren lo que las teorías no logran resolver, o prefieren ocultar bajo la alfombra de la realidad. Obligado a intervenir en unas conferencias sobre economía en Nueva York, descubre que en su piso, al que no volvía desde la muerte de su esposa, habitan dos inmigrantes ilegales a los que han engañado haciéndoles creer que el dueño era otro que podía alquilarles ese piso. La reacción en principio de Walter es la usual, es su espacio, no el de ellos. Pero algo le hace acogerles. Quizá verse reflejado en su precariedad, y desamparo, aunque sea de otra condición. Quizá la música. Tarek toca afrobeat en clubs de jazz. Walter creará una cercana relación con él aprendiendo a tocar el tambor africano. Lo que supondrá también su despertar vital. Recobra la música en su vida, pero no intentando emular a su esposa, a un fantasma emocional, sino a través de la propia que él genera aunque sea aprendiendo una música que corresponde a otra cultura. En lo otro se recobra a sí mismo, y encuentra su propio impulso o entusiasmo. Hacer de ese tambor africano, que pertenece a otra cultura, su propio instrumento irá en consonancia con su consciencia del otro, de una realidad más frágil que no tiene nada que ver con su mullida ausencia del mundo, como quien ya habitaba la vida con su nombre, como el libro del que habla en las conferencias no lo había co escrito él sino que solo había puesto su nombre.

La detención de Tarek le enfrentará a la consciencia de que hay otros pesares que son causados por el desatino humano. Otros no pueden circular como él por la realidad. De modo elocuente, es por un error de Walter a la hora de cruzar el torniquete del metro, en lo que le ayuda Tarek, lo que propiciará que sea detenido por dos agentes inflexibles. Ante la inevitable naturaleza de la vida, que implica su fin de trayecto en la muerte, no hay rebelión posible, por lo que se había retirado a los márgenes de la realidad cual fantasma que vive con la música de un pasado. Pero sí ante la voluntad humana. Por ello, Walter se enfrentará a la injusticia de un sistema que no ve individuos sino, desde la distancia, representaciones y categorías. Con determinación, mostrará su indignación ante el despropósito de una política de inmigración que señala la abismal separación entre la ajena vista en plano general de la circulación económica y, en primer plano, sus hirientes consecuencias sobre los desposeídos forzados a una errancia de visita, por su condición provisional, pasajera. Su gesto final es toda una declaración de principios, tocando los tambores africanos en el metro. No permitirá que la expulsión del indeseado cuerpo extraño yazca en el olvido. Porque es una realidad que está ahí, aunque se silencie y quiera sumirse en la invisibilidad.

viernes, 28 de febrero de 2025

Sólo un testigo

 

La vida y sus imprevistas direcciones. La vida y los intentos de reconfigurar su dirección. Solo un testigo (Un témoin dans la ville, 1959), excelente segundo largometraje de Edouard Molinaro, quien colabora en el guion junto a Gerard Oury y la pareja Boileu y Narcejac, el dúo que escribió las novelas Las diabólicas y Vértigo, comienza con un crimen en un tren y finaliza con una admirable tensa persecución, en coche y a pie, por las nocturnas calles de París. Durante el desarrollo del relato se producen varios cambios de trayecto narrativo. Comienza con el asesinato que perpetra Verdier (Jacques Berthier), con el forcejeo para arrojar fuera del tren a Jeanne, quien, desesperada, pugna infructuosamente para que no sea así, pero Verdier es implacable, golpeando sus manos para que dejen de agarrarse al estribo. En la posterior secuencia, se deja constancia de cómo su crimen queda impune ya que es declarado inocente, pese a que el juez le recrimine sus reacciones teatrales porque está convencido de que es culpable. En su retorno a casa, sufre un accidente porque otro coche, al sortear un perro para no atropellarle, colisiona contra el suyo. Una alteración en su trayecto, ya que tendrá que volver andando, que anticipa el accidente fatal que sufrirá. Una dirección imprevista con la que no contaba, o no imaginaba, ya que, en paralelo, un hombre entra en su casa y desconecta la luz. El espacio interior de Verdier es un espacio en sombras, como lo es su interior figurado. Una nueva dirección: Cuando retorna a su hogar encuentra una escenificación, que le acusa: el vestido de Jeanne en la cama, su fotografía reemplazada por la de ella. Quien ha realizado esa puesta en escena es el marido de Jeanne, Ancelin (Lino Ventura). Quiere corregir el erróneo veredicto de la ley porque nada tiene que ver con la justicia. Decide él una nueva dirección para Verdier. Y le condena a muerte, una muerte que intenta, con otra puesta en escena, que aparente ser un suicidio. Pero cuando se marcha se encuentra con que un taxista, Lambert (Franco Fabrizi), esperaba a Verdier. Por un imprevisto cruce, un nuevo trayecto que dilucidar para determinar cuál puede ser. ¿Confiar en la suerte o más bien optar por determinar un nuevo curso de vida?

Pese a que intente buscarse una coartada, una supuesta cita con una mujer, quien realmente es un prostituta a la que paga para que sus compañeros de trabajo crean que es meramente una cita sentimental de quien parece recuperarse tras la muerte de su esposa, tendrá que pensar qué decisión toma con respecto a Lambert. El desarrollo del relato combina las vicisitudes de Lambert en su proceso de cortejo a una telefonista del servicio de taxis, Liliane (Sandra Milo), con el acecho de Ancelin. Alguien pugna por conseguir que se consolide su relación con la mujer que ama, logro que le llena de gozo cuando se materializa, como si fuera un inicio de vida, sin saber que están siguiéndolo con el propósito de matarlo, de truncar su vida, sin ya posibles direcciones, ni la de la alegría ni la de la frustración. Sus vicisitudes amorosas, aderezadas con apuntes del ambiente de trabajo, y la relación con otros compañeros, se alternan con el seguimiento de esa sombría ave rapaz que ha decidido matar ya no como expresión de un dolor y una amargura que necesita ser aliviada sino por conveniencia y pragmática. Resulta espléndida la larga secuencia en la que les persigue por la calle y luego los pasillos y andenes del metro, y cómo duda, sin decidirse, cuando él ya se ha quedado solo, para empujarle a las vías cuando llega el metro.

Irónicamente, Ancelin desconoce que Lambert no tiene intención de prestar declaración porque no quedó satisfecho por cómo le trató la policía en una circunstancia pretérita en la que fue testigo. Expresa a Liliane cuando esta le impele a que declare que puede reconocer al asesino cómo considera que no cree que realmente ayudaría nada sino que suscitaría su testimonio más y más preguntas sin que llevara a ninguna dirección fructífera. Sería una circunstancia que le complicaría a él más que otra cosa. Ancelin, mientras, prosigue su seguimiento, hasta que por fin consigue que le recoja como cliente. Su error será que quiera comprobar que el taxista le reconoce, pidiéndole que le encienda el cigarrillo. Como es así, no advierte que deja conectado el teléfono por lo cuál puede Liliane oírle y así saber cómo el hombre que ama es asesinado. El resto del relato es magnífico. Los taxistas se unen para rastrearle y asediarle. Por dos veces, Ancelin colisionará con un taxi. Magullado huye en la oscuridad, perseguido en un zoo, en una sección en la que priman, precisamente, las aves rapaces, otra circunstancia casual de sangrante ironía, ya que él es ahora la presa asediada. Una descarnada conclusión nocturna para un relato dominado por las sombras, no solo externas, sino interiores, y en el que un atisbo de luz, una relación de amor en gestación, es truncado por quien, precisamente, había querido vengar al asesino de su mujer amada, aunque esta le fuera infiel. El hombre que apagó unas luces para recibir al hombre que quería asesinar apagaría también la luz del sueño de amor de otra pareja. Un acto de justicia reparada deriva en un acto de cruel desatino.