Vamos
allá. Un hombre, Barry (Adam Sandler), habla por teléfono en el
almacén de una empresa de saneamientos que él dirige. El encuadre,
el despojamiento del escenario, nos trasmite una sensación de
aislamiento y compresión. Sobra mucho espacio, pero él habita
un espacio reducido del mismo. Su preocupación parece girar
alrededor de una promoción, la de una compañía de alimentación,
Healthy
choice (alternativa
saludable), según la cual puedes canjear productos comprados por
horas de vuelo. Ha descubierto una fisura
en la promoción, mediante la que con poco gasto puede canjear horas
de vuelo para toda su vida. Pero Barry nunca ha volado, como
reconocerá más adelante, ni tiene intención de volar. Qué
extraño. Peculiar también resulta su atuendo, un traje azul
eléctrico. Le preguntarán por qué se lo ha comprado, si nunca ha
vestido de ese modo. Él contesta que no lo sabe. Todo resulta un
poco desconcertante. Como el mismo hecho de que esté trabajando a
unas horas tan tempranas que a la vez son tardías (¿No ha
dormido?¿Ha pasado en el almacén toda la noche?). Algo le sucede a
Barry. Parece una olla a presión. Alguien que habita
un
espacio reducido de sí mismo, apretado, comprimido, como transmite
ese primer encuadre. No acaba ahí lo extraño. Algo fuera de lo
corriente tiene lugar. De hecho, se puede decir que el relato se
inicia con el extrañamiento: Barry, con una cafetera en la mano,
asoma, levemente, su cabeza por una esquina de la entrada de su
almacén porque escucha un intrigante tintineo que no deja de parecer
una nota musical. Como si siguiera un rastro que le atrajera como un
canto de sirenas, se acerca a la verja de entrada del polígono donde
tiene ubicada su empresa. Súbitamente, un coche se estrella, y una
furgoneta deja un harmonio delante de la verja de entrada, como si
ambas acciones fueran parte del mismo compás. Preludio: Compresión,
accidente y falta de música. Barry contempla el harmonio como si
fuera una aparición sobrenatural: la cámara le encuadra desde
diversos ángulos, desde la proximidad y desde la distancia, como si
la realidad se abriera, desde la compresión a la multiplicidad de
ángulos. Coge el harmonio, con el azoramiento del gesto proscrito,
lo lleva a su despacho, y arrobado empieza a crear acordes. ¿Ha
llegado la música a su vida? ¿Su vida será ahora más vulnerable
pese a su inclinación a la ilusoria protección de la compresión?
Así parece: el mundo irrumpe: Acto seguido, aparecerá una mujer,
Lena (Emily Watson), que viene a dejar su coche en el garaje
colindante, para que lo revisen. Un atolondrado intercambio de frases
refleja la eléctrica conexión que parece gestarse entre ambos, una
chispa temblorosa, quizá un primer acorde musical.
Mientras
Barry muestra sus productos a unos posibles compradores no deja de
ser interrumpido por las llamadas de sus hermanas para que acuda a
una celebración familiar esa noche: recibe tres llamadas de siete de
ellas, y todas exudan
presión, un talante insistente, demandante; no parece importarles
lo que él pueda sentir, o estar haciendo, como si estuvieran
habituadas a tenerle a su disposición, y él a aguantar el
chaparrón;
o
como si fuera una pieza de sus urdimbres: es una pieza que deben
ajustar como desean, aunque él está completamente desajustado,
quizá por esa misma razón: como si no fuera suficiente la
insistencia, una de sus hermanas aparece
para remachar el clavo: quiere presentarle esa noche a una compañera
de trabajo con el propósito fundamental de que la conozca, algo que
incomoda sobremanera a Barry: la presión no va con él, tanta ya
lleva encima contenida. La percusión de la banda sonora en estos
pasajes acompasa la presión que no deja de apretar y tensar, como un
puño que apretara su sistema nervioso. Se comienza a percibir por
qué puede estar tan crispado este hombre. Durante los prolegómenos
de la cena, su sonrisa, siempre dibujada a cincel en su rostro
(sonrisa
saneada),
se va crispando cada vez más, hasta que estalla, y rompe la
cristalera del salón con furibundas patadas de hartazgo y
frustración. Como justificación, confiesa a uno de los maridos de
una de sus hermanas que no se gusta a sí mismo. De repente, como en
ese mismo instante, suele sufrir ataques de llanto que le superan.
Está claro que necesita liberar todo lo que tiene dentro: sus
entrañas son un azul eléctrico al borde del cortocircuito: No
quiere volar, pero necesita volar.
Barry
toma dos decisiones, aunque son más bien contracciones, impulsos de
fuga, llamadas de auxilio. Primero, compra un potosí de natillas
para canjearlas por horas de vuelo. Un ingente surtido de natillas al
que todos miran extrañados, preguntándose qué hacen ahí, en el
almacén, y para qué son. Y, en segundo lugar, mientras recorta esos
cupones, descubre el anuncio de un teléfono erótico, al que llama,
y suministra mil datos personales antes de que le pasen con una
chica, por mucho que insista que sólo quiere hablar con una mujer, y
no entienda para qué tiene que suministrar tantos datos y cuentas y
números, mientras la cámara, de nuevo, le encuadra en un extremo
del encuadre, como si habitara el desajuste, y no deja de moverse de
un lado a otro por la habitación, como quien nervioso recorre unos
interminables pasadizos de trámites en un laberinto que no parece
tener fin para hablar con una voz femenina en la que espera encontrar
la distensión que anhela. Y cuando al fin lo consigue, se crea un
desencuentro de dialogo, porque la mujer supone que quiere una
conversación al uso, mera descarga sexual, y pregunta si esta ya
empalmado, y si se toca, pero él solo quiere hablar, necesita
hablar, necesita descargar emociones, necesita que le escuchen,
necesita expresar todo lo que bulle en su interior. Necesita
explotar, pero de otra manera.
Embriagado
de amor
(Punch drunk love, 2002), de Paul Thomas Anderson es una comedia
romántica muy extraña, excéntrica, que no encaja en ningún molde,
un singular prodigio fuera de toda órbita conocida. Pero eso ha sido
algo habitual en las obras de Anderson, ese extrañamiento
que envuelve al espectador, para penetrar en desconcertantes senderos
que le limpiarán la mirada para contemplar desde otros ángulos los
frágiles territorios de nuestras emociones, embozadas entre tanta
impostura y convención. Como
esa impostura saneada
en la que Barry vive, por comprimir sus emociones, que implica falta
de música. Necesitará surcar un laberinto, en sí mismo, para
desprenderse de ese lastre, esa capa que le inmoviliza como una
contracción nerviosa permanente. Un laberinto como la serie de
pasillos que debe recorrer cuando debe reencontrar la puerta del
apartamento de Lena, tras que se haya ido previamente de su piso sin
ser capaz de manifestar su deseo y haya tenido que acudir a la
llamada de ella, en recepción, antes de que abandone el edificio. Un
tintineo que parece una nota musical, la voz de la mujer que ama. No
era casual que ella dejara el coche en el garaje colindante, era una
excusa, porque era ella a quien su hermana quería presentarle. No
tenía avería su coche. Quien tiene que resolver su avería es
Barry. Y gracias a ella lo conseguirá. Aún más, será capaz de
realizar lo que no suele atreverse a hacer. Vuela hasta Hawai, porque
sabe que ella está ahí. Se deja arrebatar por el impulso y realiza
el correspondiente atajo que supera todas las posibles distancias,
incluso las que le tenían cautivo y electrocutado en sí mismo,
para conseguir realizar la conexión eléctrica de la proximidad
También
dejará de huir del mundo, de la presión de los otros, de su abuso.
Se enfrentará a la impostura que la llamada de empresa erótica
representaba, ya que sólo era una tapadera para sacarle el dinero.
La primera vez que es amenazado huye desesperado entre callejones
vacíos y calles nocturnas desoladas. Pero con la fuerza encontrada
por el amor que se afirma, puede canalizar sus arrebatos de violencia
para defenderse, para no dejarse avasallar por la percusión
incontenible de la abusiva voluntad de los otros. Ha encontrado el
amor, y nadie puede dañar a quien ama. Cuando Barry y Lena hacen el
amor, ella le dice que le gustaría morder sus mejillas, y él que le
gustaría golpear su rostro con un mazo, y machacarlo, y ella
responde que quiere morderle y sacarle los ojos, y él remata que qué
bonito. No es la forma convencional de decir te quiero pero cuando
se ama a alguien desea también morderlo entero hasta que sea parte
del otro. Esa parte salvaje que libera de trajes azules eléctricos
que no dejaban de ser un grito mudo de estoy
crispado y comprimido y congestionado, y no sé cómo expresar mis
emociones.
En el plano final, él se dispone a tocar el harmonio, y ella dice,
Vamos
allá.
Que suene la música, con natillas para volar.